jueves, 21 de agosto de 2008

Amores de Mamá

Pepe, el florero


Mi mamá no me había contado nunca o si, pero en algún momento del que no recuerdo tiempo ni lugar. O simplemente, era algo que yo sabía pero no puedo reconstruir la escena de la confesión. La cuestión que cuando nos mudamos a la casa de Las Heras tenía más que registrado el local de flores que estaba pegadito a la casa. Lo tenía de pasar en auto, caminando. Esos negocios que identifican una cuadra o una calle que se asocia a un negocio o al nombre de un negocio. Y esas percepciones son las que yo tenía respecto a la florería The Garden.


Desde la esquina se veía ya el cartel que sobresalia de la pared. Pintado de verde con una tipografía que simulaba a una suerte de enredadera con una florcita naranja dibujada. En una época no entendía el titular del cartel; sólo cuando me mudé a la casa lindante tuve tiempo para ahondar en detalles. La imagen que tenía de The Garden sólo se asociaba a los osos de peluche enormes con un moño y envueltos con zelofán transparente. Eran para regalarle a las madres que acababan de dar a luz en el hospital de enfrente. Lo que si, desde que tengo conciencia, The Garden se relaciona con asuntos dudosos.


Cartel indescifrable, berreta, negocio miniatura con aspecto de otra época, florería que regala osos y la pinta poco humilde del florero, propietario de autos glamorosos, son algunos de los indicios de una temprana sospecha. Sucucho de claveles, flores y medallas colgadas en la pared, con una mini mesa como escritorio, una vidriera sin exposición de objetos. Y Pepe el florero, el novio de mi mamá.


Yo me había imaginado al personaje de un cuento tal como era Pepe. Un tipo común. Llegué a pensar que tal casualidad provenía de que quizás, alguna vez, yo a ese hombre lo había visto en una cita con mamá. Pero imposible porque mamá anduvo de novia con Pepe cuando yo no existía. Por tanto, la de Pepe no era más que un rostro estándar a cualquier imaginación.


Porque Pepe son de esas personas que no se olvidan. No, no digo que no se pueda olvidar dado lo maravilloso de su ser sino inolvidable por su simple apariencia. Anteojos Ray-Ban a toda hora que no me dejan saber el color de sus ojos, incipiente barba y bigote, un manojo pesadisimo de llaves que le cuelga de un portallaves del vaquero, como si fuera el encargado de un edificio. Morochón. Lleva puesto unas camisas floreadas con los primeros botones abiertos, por debajo se asoman algunos pelitos y una cadena de oro brillante. Siempre lo vi con la boca cerrada.


A Pepe yo lo re-tenía de vista para cuando mamá, ni bien nos mudamos al lado de la florería, me contó que había sido su novio. Cuando supe, agrupé todo lo que de él sabía. Es como cuando de pronto te empieza a gustar un chico. Vos conocés unos datos dispersos de esa persona pero cuando te empieza a gustar, a llamar la atención, a impactarte, a involcurarte, los datos transcurren en cámara lenta y te aferrás a eso que ya conocías previamente de él pero con lupa y reparo. Quizás asi surge algo nuevo.


Yo solo sabía una miga acerca del amorío Mamá-Pepe, cuando pasó lo del día en que volvíamos con mamá del supermercado. Bajábamos del baúl las bolsas. Pepe salía de su negocio medio apurado, cuando la vio a mamá, alzó su mano para saludarla y, en un movimiento de amague, atinó a ayudarnos con la descarga. Escondido en los Ray-Ban medio como que bajó su mirada y continúo su trayecto hacia el hospital. Llevaba él también varios paquetes.


Yo no dije ni mu y mamá como que se apuró para decirmelo. Eso, que Pepe había sido su novio. Un poco risueña, mientras cerraba el baúl, toda cargada me contó que luego de terminar la relación con el florero, Pepe se había quedado enamorado de ella, mi mamá.


Después, quize meterme en el detalle periodístico del cuando, cómo, dónde y porqué pero mamá se hizo la exigida con tanto peso en los brazos y entró a casa.


Las noches que siguieron no dejé de pensar en mamá y en Pepe pasándola a buscar en su moderna Lumina, regalándole rosas siempre.

Porque mamá me contó que Pepe siempre le llevaba flores cada vez que se veían. No perdía ocasión, el tipo predecible, casi vulgar, que saca provecho de sus negocios. Asique obvio que desmerecía a mi madre, qué la creía, ¿una catadora pasiva de lo-último de su mercadería?.





Una noche comenté algo de esto en la cena , sin pudor, y DELANTE DE PAPÁ. Delante de papá que no entiendo cómo no reaccionó en absoluto ante mis declaraciones. Al contrario, Papá ya sabía algo desde antes y no hizo más que burlarse - y con mucha gracia- del look primaveral de Pepe y de sus baratijas comerciales.
Empezé a prestarle mucha atención a la vida del florero.


A su hijo lo conocía. Era compañero de colegio de una amiga de mi hermana, le decían mariquita al juzgar por su tono de voz suave, sus expresiones delicadas y sus reacciones caprichosas. Ma-ri-qui-ta..


Me pregunto si el pibe ese sabía quién era yo y quién era mi mamá. Habrá Pepe dado a sus hijos algún detalle de su vida de soltero. No creo que fuera de esos. Nunca supe nada del paradero de su actual mujer, la madre de sus hijos. Para mi que estaba separado. Porque siempre estaba él con sus hijos. Mariquita desde chico que lo venía ayudando a su papá en la florería, siempre descargando cajas de la Lumina negra.


Esa camioneta, qué grande esa camioneta. A mi nadie me había enseñado que el negocio de las flores y los osos pudiera ser tan redituable. Mariquita después creció pero seguía con la misma cara aniñada de siempre, con anteojitos de estudioso pero ahora también con campera de piloto automovilístico. Roja, con etiqueta de Marlboro.


Es el día de hoy que Mariquita sigue trabajando en The Garden. Incluso después de que se trasladaron a un local nuevo, más amplio, luminoso y agradable en un lugar paquete de la ciudad.


Era un poco de no creer la riqueza de Pepito; los coches lujosos, la escasa clientela, un ir y venir silencioso junto a Mariquita. ¿Y el nuevo local? una vidriera pomposa de flores multicolores y luces donde se exhibe una exótica pasarela de floreros y claveles en amplia gama de azules y verdes. Con la pálida abundancia de claveles me aventuré a recrear la relación de Pepe con las funerarias.


También se de su hija, una nenita con cara de japonesa, llena de juguetes caros y zapatillas con luces. Ibamos a la misma escuela, por lo que era algo de todos los días verlo a Pepe llevándola y trayéndola en la Lumina.


Por un buen tiempo, Mamá nunca volvió a mencionar el tema, ni yo la hacía partícipe de mis deducciones y conjeturas tejidas en torno al florero.


El tema volvió a florecer cuando un día de verano en una clase de boxeo, entre aire pegoteado e intentos de golpes frustrados, reconocí a la hija de Pepe entre todas las chicas que saltaban. Calzaba zapatillas último modelo y un equipo de jogging de marca. Me pregunté si la ponja entendía algo del trabajo de su papá y me la imaginé pidiéndole explicaciones, intimándolo acerca del origen de sus ganancias.


A la salida, junto a mamá vimos a Pepe que la esperaba para abrirle la puerta de la Lumina. Nos reímos. Lo embarazoso era descubrir que con Pepe de novio, mi-mamá no era más ni menos que, como cualquiera, una mujer.

miércoles, 20 de agosto de 2008

I See Dead People...

Contreras


Contreras era el encordador de raquetas de tenis del club donde pasé gran parte de mi vida. Nunca me mereció demasiada reflexión pero con su muerte se ganó, como suele ocurrir, mayor reconocimiento. Su aspecto fue siempre igual, inmutable, estancado en una edad que no lo deteriora; diferente a mi que cambié con el correr de los años.


Contreras trabajaba encordando raquetas de los jugadores de tenis del club, hacia las reservas de las canchas y anotaba horarios y nombres de los jugadores en unas planillas cuadriculadas con lapicera. Antes de convertirme en adolescente, también anunciaba llamados telefónicos, objetos perdidos, solicitaba personas o avisaba sobre los partidos por un megáfono. Yo estaba en la pileta, usaba malla entera, y se escuchaba a todo viento su voz. Es tan cercana que la puedo reconocer ahora mismo. No era voz de pito, tampoco voz de hombre. En un momento de escasez de socios ya no hubo más megáfono para Contreras.

Lo puedo ver a Contre claramente detrás desde donde ejercía su oficio. Antes, nunca lo llamé de esa manera. Así le decía la gente de tenis, entre ellas mi mamá, que si yo emitía critica sobre la amargura que caracterizaba a Contreras, ella saltaba con que “Contre es buenísimo...”, y lo saludaba “Hola Contre”. ¿Contre?. A mi me daba bronca mi mamá, Contreras y las criaturas de tenis.



Cada etapa de mi vida que atravesé en el club se corresponde con los traslados que sufrió Contre respecto a sus espacios laborales. Traslados, es una manera de decir, porque me da la impresión de que, en algún determinado momento, Contreras se convirtió en un bulto que había que mantener empleado para no sentir culpa si se lo echaba. Hasta en los peores períodos económicos del club, mientras la Comisión Directiva despedía bañeros, mozos con tatuajes de cárcel y jardineros y mientras ambiciosos proyectos eran postergados, él siempre continuó con su labor, convirtiéndose en un símbolo patrimonial.

Cada etapa mía, un lugar diferente para su trabajo. Insisto, Contreras en mi niñez es el mismo que vi la última vez antes de su muerte.


Lo veo detrás del mostrador de una casita de cemento ubicada en medio del parque central, cerca de la pileta y la cantina. Casita encajada como una isla desierta en medio del océano. No es siniestro, es literal; una casita, su casita en la cual se lo veía luchando con la máquina encordadora y con los grips. Había muchos de esos hilos flúor que componen la red de las raquetas desparramados por el piso. Me gustaban mucho unos que eran multicolor. Algo curioso, me costaba entender que un hombre pudiera trabajar cerca de un objeto tan atractivo para el público infantil. Como pasa con los adultos que deciden terminar el colegio y llevan cartucheras y cuadernos con motivos colorinches; elementos atrapantes para los niños.



Por entonces, Contre era básicamente bueno con nosotras, niñas habitúes de la institución durante todo el año. Nos saludaba cordialmente, nos daba retazos de hilos de raquetas en desuso, sabía que yo era la hija de Grace, permitía que estuviéramos ahí, dando vueltas a su alrededor, haciéndole preguntas, curioseando el motorcito de su silla, molestándolo.

Lo trasladaron al Rancho cuando yo entraba a plena pubertad. Y desconozco porqué su humor comenzó a virar. El rancho era un quincho que pasó a ser marginado desde la construcción de otro mucho más lujoso. Quedaba detrás del estacionamiento. Lo del megáfono no siguió mucho más. Lo que sí, continuó a cargo de los encordados y la reserva de las canchas. Ahí Contre nos perdió simpatía.


Está ahí, detrás de la ventana que lo separa de los socios, junto a su aparato de encordado y las raquetas y las planillas. Veo con muchísima claridad su carita chiquita detrás del vidrio corredizo. Para mi, pensar en Contreras es representarme fundamentalmente su cara. Porque Contreras era paralítico, estaba inmóvil, en silla de ruedas. Además el mostrador le ocultaba su torso y sus piernas y yo veo sólo a su rostro; se me complica rehacer los contornos de su cuerpo inerte.


Su cara es pequeña en comparación al resto de su fisonomía apoyada en una silla de ruedas.




Vestía remeras de algodón de tonos opacos, su torso aparece borroso. No identifico la estructura de su cola que reposa en la silla; una y otra han llegado a eclipsarse. Las piernas cuelgan moribundas, trato de no mirárselas para no ser evidente, para que no crea que estoy pensando ahora mismo que lo miro en su condición de discapacitado.



El carácter de Contre cambió por esos años. Tenía una suerte de fobia a las chicas -como nosotras- de hockey. A su vez, se la pasaba jugando a las damas con las pibas de tenis. Y en verano, mientras nos divertíamos con las bombuchas de carnaval, nos retaba porque al parecer no le gustaba nada. Se irritaba con todo ese tema de las bombuchas, el griterío, el correteo de las mujeres en traje de baño, el constante salpicón de agua, el correteo histérico, el verano. Tenía una percepción errónea sobre nosotras. Nos creía tontas, gritonas, una manada de libidinosas que pabeabamos de aquí para allá detrás de los varonces de rugby. Demasiado inquietas como para jugar a un juego de mesa.


Puede que sea una cuestión sintomática de las personas que a cierta edad, no toleran una banda de chicos divirtiéndose. Aunque lo de Contreras sea más razonable; quedaba atrapado bajo el toldo de entrada a la pileta, sin poder huir a su antojo, ni poder correrse a un lado, atravesar el pasto, sin mojarse, ni ser tenido en cuenta. Es lógico que Contreras brotara de impotencia.


Porque por aquellos opulentos veranos, a Contre lo mandaban a cobrar los recibos de ingreso a la pileta. Y por eso se quedaba bajo el toldo ardiente por el sol del mediodía.

Hace un par de temporadas atrás, cada vez que iba a pegarme un chapuzón, me preguntaba a mí por el carnet de socia; quería cobrarnos los pases a la pileta. Yo, un poco indignada, le repetía mi apellido, no me recordaba, y dale que me quería cobrar como invitada a mí que era socia de toda la vida. Para mí que se hacía el que no me reconocía o se estaba poniendo viejo por dentro porque se lo veía y estaba igual.


Piel morena que no adquiría arrugas con los años, pelo marmolado de canas y mechones negros. No importa haberlo visto de pie para deducir que tenía una alta estatura. Impregnado de un aroma efervescente, mix de polvo de ladrillo y goma de pelotita de tenis nueva. Algo de sudor que le enfunda la piel, como un papel film incorpóreo.

En efecto, lo que sí cambió de su arquitectura fue la silla de ruedas. Su primer ejemplar, totalmente arcaico, lo obligaba al pobrecito a realizar un esfuerzo sobrehumano para trasladarse. Debía girar con empeño las manijas de las ruedas para avanzar, rayos enmarañados sobre las ruedas y un asiento enfundado en cuero azul, rígido, incómodo.
Con los buenos tiempos y gracias a una colecta que organizó la gente del club, le compramos una silla todo-terreno, modelo inédito para la época. Traía un pequeño motor el cual, mediante un aparatito, Contreras podía apuntar a la dirección que quisiera. Una atracción alucinante, parecía, ¡de veras!, un vehículo. Claro, que vivo, así cualquiera. No se concebía la gravedad del no poder caminar.


Esa silla lo acompañaría hasta su muerte. La malaria económica alcanzó al país y los socios nunca volvieron a lanzar una nueva jornada solidaria para renovar la silla. El pobre hombre quedó ahí estancado, despertando lástima. Y eso que todavía no me dediqué a contar la historia sobre qué lo llevó a convertirse en inválido después de caer de un árbol al cual había subido para alcanzar la pelota que se le había atascado a su hijo también discapacitado mientras jugaba.

Como su cuerpo en mi memoria, con el correr de los años, la silla perdió forma.

El respaldo se desgastó, el rojo de los fierros se descascaró y el culo de Contreras fue a parar arriba de un almohadón de goma espuma que, con la considerable suma de unos años, se convirtió en un bollo maloliente de algodón. La cara tomó forma aún más diminuta al lado de un semejante traste incrustado en un abultado nido de pelusas con silla de ruedas. Si ser injusta, retratos de esos pueden resultar seductores para algunas mujeres. Como es el caso de las eternas compañeras de charla y mate de este hombre.

Paulina y Carmen, la chusma encarnada en la custodia del vestuario femenino.


Paulina, la vieja regordeta que se hacía tanta mala sangre cuando empapábamos los pisos del lugar. Era la mamá de Carmen y le molestaba que entráramos a los baños a hacer pis o ducharnos en el sector de las grandes, de las señoras de tenis. Su hija me tenía algo más de cariño. Nosotras, convencidas de que entre ellas se disputaban el amor del encordador. Porque que un hombre entable conversación con una mujer o que ellas osaran a compartir el mate con Contre, era nuestra lectura del amor. Ojo, vaya uno a saber.


¡Ay, Contreras!, te encontré tan entero en mis pensamientos, encontrarte acá me produce nostalgia. Al hombre que nunca entendí porqué le costaba llamarme por mi nombre:


- Euuu Dolore....


Pero que yo me adapté a tu forma, por costumbre, por resignación, por lástima a corregirte.

Seguro fue la muerte. Quizás la muerte me haya vuelto a verlo. A verte Contreras.