miércoles, 20 de agosto de 2008

I See Dead People...

Contreras


Contreras era el encordador de raquetas de tenis del club donde pasé gran parte de mi vida. Nunca me mereció demasiada reflexión pero con su muerte se ganó, como suele ocurrir, mayor reconocimiento. Su aspecto fue siempre igual, inmutable, estancado en una edad que no lo deteriora; diferente a mi que cambié con el correr de los años.


Contreras trabajaba encordando raquetas de los jugadores de tenis del club, hacia las reservas de las canchas y anotaba horarios y nombres de los jugadores en unas planillas cuadriculadas con lapicera. Antes de convertirme en adolescente, también anunciaba llamados telefónicos, objetos perdidos, solicitaba personas o avisaba sobre los partidos por un megáfono. Yo estaba en la pileta, usaba malla entera, y se escuchaba a todo viento su voz. Es tan cercana que la puedo reconocer ahora mismo. No era voz de pito, tampoco voz de hombre. En un momento de escasez de socios ya no hubo más megáfono para Contreras.

Lo puedo ver a Contre claramente detrás desde donde ejercía su oficio. Antes, nunca lo llamé de esa manera. Así le decía la gente de tenis, entre ellas mi mamá, que si yo emitía critica sobre la amargura que caracterizaba a Contreras, ella saltaba con que “Contre es buenísimo...”, y lo saludaba “Hola Contre”. ¿Contre?. A mi me daba bronca mi mamá, Contreras y las criaturas de tenis.



Cada etapa de mi vida que atravesé en el club se corresponde con los traslados que sufrió Contre respecto a sus espacios laborales. Traslados, es una manera de decir, porque me da la impresión de que, en algún determinado momento, Contreras se convirtió en un bulto que había que mantener empleado para no sentir culpa si se lo echaba. Hasta en los peores períodos económicos del club, mientras la Comisión Directiva despedía bañeros, mozos con tatuajes de cárcel y jardineros y mientras ambiciosos proyectos eran postergados, él siempre continuó con su labor, convirtiéndose en un símbolo patrimonial.

Cada etapa mía, un lugar diferente para su trabajo. Insisto, Contreras en mi niñez es el mismo que vi la última vez antes de su muerte.


Lo veo detrás del mostrador de una casita de cemento ubicada en medio del parque central, cerca de la pileta y la cantina. Casita encajada como una isla desierta en medio del océano. No es siniestro, es literal; una casita, su casita en la cual se lo veía luchando con la máquina encordadora y con los grips. Había muchos de esos hilos flúor que componen la red de las raquetas desparramados por el piso. Me gustaban mucho unos que eran multicolor. Algo curioso, me costaba entender que un hombre pudiera trabajar cerca de un objeto tan atractivo para el público infantil. Como pasa con los adultos que deciden terminar el colegio y llevan cartucheras y cuadernos con motivos colorinches; elementos atrapantes para los niños.



Por entonces, Contre era básicamente bueno con nosotras, niñas habitúes de la institución durante todo el año. Nos saludaba cordialmente, nos daba retazos de hilos de raquetas en desuso, sabía que yo era la hija de Grace, permitía que estuviéramos ahí, dando vueltas a su alrededor, haciéndole preguntas, curioseando el motorcito de su silla, molestándolo.

Lo trasladaron al Rancho cuando yo entraba a plena pubertad. Y desconozco porqué su humor comenzó a virar. El rancho era un quincho que pasó a ser marginado desde la construcción de otro mucho más lujoso. Quedaba detrás del estacionamiento. Lo del megáfono no siguió mucho más. Lo que sí, continuó a cargo de los encordados y la reserva de las canchas. Ahí Contre nos perdió simpatía.


Está ahí, detrás de la ventana que lo separa de los socios, junto a su aparato de encordado y las raquetas y las planillas. Veo con muchísima claridad su carita chiquita detrás del vidrio corredizo. Para mi, pensar en Contreras es representarme fundamentalmente su cara. Porque Contreras era paralítico, estaba inmóvil, en silla de ruedas. Además el mostrador le ocultaba su torso y sus piernas y yo veo sólo a su rostro; se me complica rehacer los contornos de su cuerpo inerte.


Su cara es pequeña en comparación al resto de su fisonomía apoyada en una silla de ruedas.




Vestía remeras de algodón de tonos opacos, su torso aparece borroso. No identifico la estructura de su cola que reposa en la silla; una y otra han llegado a eclipsarse. Las piernas cuelgan moribundas, trato de no mirárselas para no ser evidente, para que no crea que estoy pensando ahora mismo que lo miro en su condición de discapacitado.



El carácter de Contre cambió por esos años. Tenía una suerte de fobia a las chicas -como nosotras- de hockey. A su vez, se la pasaba jugando a las damas con las pibas de tenis. Y en verano, mientras nos divertíamos con las bombuchas de carnaval, nos retaba porque al parecer no le gustaba nada. Se irritaba con todo ese tema de las bombuchas, el griterío, el correteo de las mujeres en traje de baño, el constante salpicón de agua, el correteo histérico, el verano. Tenía una percepción errónea sobre nosotras. Nos creía tontas, gritonas, una manada de libidinosas que pabeabamos de aquí para allá detrás de los varonces de rugby. Demasiado inquietas como para jugar a un juego de mesa.


Puede que sea una cuestión sintomática de las personas que a cierta edad, no toleran una banda de chicos divirtiéndose. Aunque lo de Contreras sea más razonable; quedaba atrapado bajo el toldo de entrada a la pileta, sin poder huir a su antojo, ni poder correrse a un lado, atravesar el pasto, sin mojarse, ni ser tenido en cuenta. Es lógico que Contreras brotara de impotencia.


Porque por aquellos opulentos veranos, a Contre lo mandaban a cobrar los recibos de ingreso a la pileta. Y por eso se quedaba bajo el toldo ardiente por el sol del mediodía.

Hace un par de temporadas atrás, cada vez que iba a pegarme un chapuzón, me preguntaba a mí por el carnet de socia; quería cobrarnos los pases a la pileta. Yo, un poco indignada, le repetía mi apellido, no me recordaba, y dale que me quería cobrar como invitada a mí que era socia de toda la vida. Para mí que se hacía el que no me reconocía o se estaba poniendo viejo por dentro porque se lo veía y estaba igual.


Piel morena que no adquiría arrugas con los años, pelo marmolado de canas y mechones negros. No importa haberlo visto de pie para deducir que tenía una alta estatura. Impregnado de un aroma efervescente, mix de polvo de ladrillo y goma de pelotita de tenis nueva. Algo de sudor que le enfunda la piel, como un papel film incorpóreo.

En efecto, lo que sí cambió de su arquitectura fue la silla de ruedas. Su primer ejemplar, totalmente arcaico, lo obligaba al pobrecito a realizar un esfuerzo sobrehumano para trasladarse. Debía girar con empeño las manijas de las ruedas para avanzar, rayos enmarañados sobre las ruedas y un asiento enfundado en cuero azul, rígido, incómodo.
Con los buenos tiempos y gracias a una colecta que organizó la gente del club, le compramos una silla todo-terreno, modelo inédito para la época. Traía un pequeño motor el cual, mediante un aparatito, Contreras podía apuntar a la dirección que quisiera. Una atracción alucinante, parecía, ¡de veras!, un vehículo. Claro, que vivo, así cualquiera. No se concebía la gravedad del no poder caminar.


Esa silla lo acompañaría hasta su muerte. La malaria económica alcanzó al país y los socios nunca volvieron a lanzar una nueva jornada solidaria para renovar la silla. El pobre hombre quedó ahí estancado, despertando lástima. Y eso que todavía no me dediqué a contar la historia sobre qué lo llevó a convertirse en inválido después de caer de un árbol al cual había subido para alcanzar la pelota que se le había atascado a su hijo también discapacitado mientras jugaba.

Como su cuerpo en mi memoria, con el correr de los años, la silla perdió forma.

El respaldo se desgastó, el rojo de los fierros se descascaró y el culo de Contreras fue a parar arriba de un almohadón de goma espuma que, con la considerable suma de unos años, se convirtió en un bollo maloliente de algodón. La cara tomó forma aún más diminuta al lado de un semejante traste incrustado en un abultado nido de pelusas con silla de ruedas. Si ser injusta, retratos de esos pueden resultar seductores para algunas mujeres. Como es el caso de las eternas compañeras de charla y mate de este hombre.

Paulina y Carmen, la chusma encarnada en la custodia del vestuario femenino.


Paulina, la vieja regordeta que se hacía tanta mala sangre cuando empapábamos los pisos del lugar. Era la mamá de Carmen y le molestaba que entráramos a los baños a hacer pis o ducharnos en el sector de las grandes, de las señoras de tenis. Su hija me tenía algo más de cariño. Nosotras, convencidas de que entre ellas se disputaban el amor del encordador. Porque que un hombre entable conversación con una mujer o que ellas osaran a compartir el mate con Contre, era nuestra lectura del amor. Ojo, vaya uno a saber.


¡Ay, Contreras!, te encontré tan entero en mis pensamientos, encontrarte acá me produce nostalgia. Al hombre que nunca entendí porqué le costaba llamarme por mi nombre:


- Euuu Dolore....


Pero que yo me adapté a tu forma, por costumbre, por resignación, por lástima a corregirte.

Seguro fue la muerte. Quizás la muerte me haya vuelto a verlo. A verte Contreras.

2 comentarios:

Julián Bernal Tovar dijo...

me encanta esa forma detallada de escribir... me gusta como poco a poco los detalles logran esa inmersion de uno como lector en la historia...

Anónimo dijo...

Dolo la verdad q estoy sorprendido de la forma en la que te expresas, y para bien, son muy buenas y segui asi q estas lejos de alcanzar tu techo.
Me alegro mucho y te deseo lo mejor, besos tu hermanote Josu